
Me he preguntado una infinidad de veces si Paris se mantendría fiel a la imagen que reside en mi fantasía, la superaría o, de lo contrario, sucumbiría ante mis expectativas. Un millón de veces me he cuestionado esto, y un millón de veces me he negado a responder. Un millón de veces he visto Paris a través de las ventanas del tiempo y, un millón de veces he permanecido en la distancia, no sin curiosidad y devoción, observando con párpados eternamente abiertos, como insomne y paciente Ermitaño del mundo (como diría Keats) un Paris de cine.
Podría contar una a una las historias de amor que han tenido como punto de encuentro la ciudad de Paris. Uno a uno los paseos a lo largo del Sena y del canal de Saint Martin en sus típicos bateaux mouches. Uno a uno lo besos robados de lo amantes en los cafés de Faubourg Saint Germainn entre cigarro y cigarro. Las borracheras en los antiguos cabarets de Montparnasse y el rastro a absentina que perdura en sus calles. Sus suculentas brasseries a lo largo del bulevar con ese perfume a mantequilla fresca y a aroma de inevitable baguette recién hecha. El júbilo y el color de un amanecer en Montmartre desde la colina de Sacré-Coeur. Los neones de la noche roja en Moulin Rouge. Las pensiones baratas y los turistas que se niegan a cerrar los ojos para no retornar habiendo siendo hipnotizados por el encanto de la ciudad. Las confesiones inconfesables, los apasionados je t`aime y las declaraciones de amor en la torre Eiffel con esos labios terriblemente afrancesados. La Rue Montorgueil y sus mercados de productos frescos y de flores en Les Halles, tema tan repetido por los impresionistas franceses por su exceso de color y de vida. Los 387 escalones de Notre Dame y el Quasimodo de Victor Hugo. El concepto frances de flâneur, aquel que deambula sin rumbo a la espera de que algo suceda, callejeando, paseando sin tiempo.
Podría contar una a una las historias de amor que han tenido como punto de encuentro la ciudad de Paris. Uno a uno los paseos a lo largo del Sena y del canal de Saint Martin en sus típicos bateaux mouches. Uno a uno lo besos robados de lo amantes en los cafés de Faubourg Saint Germainn entre cigarro y cigarro. Las borracheras en los antiguos cabarets de Montparnasse y el rastro a absentina que perdura en sus calles. Sus suculentas brasseries a lo largo del bulevar con ese perfume a mantequilla fresca y a aroma de inevitable baguette recién hecha. El júbilo y el color de un amanecer en Montmartre desde la colina de Sacré-Coeur. Los neones de la noche roja en Moulin Rouge. Las pensiones baratas y los turistas que se niegan a cerrar los ojos para no retornar habiendo siendo hipnotizados por el encanto de la ciudad. Las confesiones inconfesables, los apasionados je t`aime y las declaraciones de amor en la torre Eiffel con esos labios terriblemente afrancesados. La Rue Montorgueil y sus mercados de productos frescos y de flores en Les Halles, tema tan repetido por los impresionistas franceses por su exceso de color y de vida. Los 387 escalones de Notre Dame y el Quasimodo de Victor Hugo. El concepto frances de flâneur, aquel que deambula sin rumbo a la espera de que algo suceda, callejeando, paseando sin tiempo.
Tantos y tantos son los detalles que conforman la idea que tengo sobre Paris que ya son muchos. Y a pesar de no haber estado nunca, siempre he tenido la sensación de que conozco Paris; de alguna manera siempre he estado allí visto desde las ventanas del tiempo,como insomne y paciente Ermitaño del mundo. Y si me atreviera a ir, quizás en ese caso, para mis adentros, sólo quizás, Montmartre ya no sólo sería el barrio de los bohemios pintores y vividores de principio de siglo. Y quizás los cafés de Faubourg Saint Germain, ya no sólo acogerían los recuerdos de los besos furtivos y las conversaciones literarias. Y quizás Montparnasse no sólo albergaría la tumba del rey de los flâneur franceses ni el rastro a absentina de las antiguas noches de exceso. Y también quizás, y sólo quizás, la torre Eiffel no sólo recordaría los apasionados j`taime y las declaraciones de amor con esos labios terriblemente afrancesados, sino que en cada pequeño hueco y rincón del sublime Paris, también podría yo rubricar con mi nombre mi historia a cada paso, y sólo quizás, y nada más que quizás, pudiera haber entonces un sitio para mí en mi Paris de cine, y quizás ya no visto desde tan lejos, sino que en ese caso, pudiera ser que sintiera su exceso de color. Pudiera ser que fuera yo el que no deseara cerrar los ojos para no tener que retornar y, pudiera ser que terminara diciendo J´taime a la persona que más amo en la Torre Eiffel con esos labios terriblemente afrancesados. Y entonces quizás, quizás, quizás… Paris dejaría de ser una fantasía para ser algo más real.
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