jueves, 29 de mayo de 2008

UNA HISTORIA PASADA


Cuando las historias finalizan, el clímax, aquel punto que desencadena el éxtasis de la trama, nos conduce hacia el momento más álgido, llevando a cabo la misión de elevarnos y transmitirnos un sinfin de emociones; desatando el nudo, haciéndonos escupir la flema que ralentizaba en nuestro pescuezo el fluir tranquilo, el sosiego, la tibieza… Estas emociones nos anegan. Nos convierten en el objeto mismo. Aquel que experimenta por simpatía o por empatía lo acontecido fuera de uno mismo en un proceso de identificación.

Cuando uno es el protagonista de la historia, por mucho que uno desee, o por mucho que una cantidad ingente de estímulos intenten disuadir nuestra atención, uno no será capaz de escapar de su historia hasta que la calma reine sobre la tempestad desatada, y aún así, hay historias tan absorbentes, sentimientos tan fuertes, heridas tan profundas, que jamás permiten o permitirán, que el salitre del dolor, el llanto del sufrimiento, el arrebato de la razón o de la lucidez sensible y democrática, anquilosen nuestro trayecto hacia el abismo. Nunca, sabremos a ciencia cierta, cuanto tiempo se necesita o será necesario para retomar, en el sentido kierkegaardiano, nuestra vida de nuevo. Pero, sí hay algo seguro en toda historia; jamás se vuelve a ser el mismo. El protagonista vira su arco de transformación los grados suficientes para cambiar su vida, incorporando una nueva experiencia, que mirada con atención, es decir, con reflexión, enriquece al que padece y aprecia. En algunos casos, hemos de decir los que menos, el protagonista no cambia y permance invariable.

A mi me gustaría escribir sobre mi propia historia. La historia que hasta hace unos días me he agarrado por dentro. He sentido como mis vísceras, no sé si el corazón y/o todo lo demás, eran agredidas violentamente con algun útil punzante. Algo así como si mis emociones en forma de aguijón espinoso se empecinaran en hacerme sentir su presencia con cierto desdén y cierta saña. Y ése, es el instante en el que se nos saca del mundo, apartándonos, buscando un lugar suspenso al borde de la zanja. Justo en el tedio, ahí, en ese lugar, es donde empieza nuestra momento de reflexión. En la orilla, en el canto, en el filo… es el marco espacio/tiempo en el que uno piensa que debe perder peso, aligerar la figura, deshacerse de todo aquello que no sea digerible, soltar todo el aire que pueda y, aún así, no sabremos si uno será capaz de salvarse, siendo devuelto al lugar de donde partimos. Y no lo sabremos porque la única manera de salvarse es querer no salvarse, o al menos, querer no salvarse sin su historia, es decir, luchar por querer salvarla. Y para ello, es necesario y vital no dejarse cegar por la representación o escenificación constante del sentimiento de la pérdida; la frustración que conlleva el alejamiento. El autocastigo que implica examinar la relación volviendo atrás hacia cada instante en que se produjo un problema expetando por qué no me di cuenta antes. Y por último, y este es el más grave: culpar a la otra/otras personas de tu estado, no siendo ecuánime ni crítico. Por lo que, sólo aquellos valientes que se atreven a mantenerse inermes ante el borde, vadeando la tentación de deshacerse de la parte más pesada de sí mismos, la más dificil de digerir, son los que al final terminan salvándose enteros, no despreciando aquello que les flagelaba y que hoy, es el refuerzo necesario convertido ya en moralina que enriquece su propia sabiduria y experiencia.

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